Orgánicas flores sobre tan natural cuerpo hicieron que el cuarto se disolviera.
Olas. Llegó el sonido de las olas de una playa desierta. Ella y sus flores estaban ahí, a la orilla del mar, desnudas. Las olas reventaban una detrás de la otra, llegaban y mojaban las nalgas de Berenice, que se hundían un poco más cada vez en el agradable fango que era ahora la arena dorada.
Con la mirada recorrí todo el largo de la playa, estaba completamente vacía, ni un alma. Al volver la vista a Berenice, me percaté de que las flores ya no estaban, ahora en sus manos se encontraba una bebé. Desnuda, igual que ella, la niña se carcajeaba cuando Berenice la aventaba hacia el aire para tomarla de nuevo en sus manos.
La nena se soltó de los brazos de Berenice y corrió hacia el agua. Ella la miró entrar al mar y se recostó sobre la arena, sintió y gozó las sensaciones provocadas por el agua que llegaba hasta sus pies, sus pantorrillas, sus muslos, sus nalgas, su espalda. Disfrutó también del calor del sol que la bañaba toda.
La bebé emprendía una aventura por las aguas poco profundas de la playa. Las pequeñas olas la golpeaban conforme ella avanzaba mar adentro, los golpes la tiraban pero la niña se levantaba riéndose.
Su diversión disminuyó conforme avanzó, las olas se fueron poniendo hostiles, se hicieron rudas ante el avance de la bebé, quien desdibujó la sonrisa de su cara y se notaba cada vez más tensa.
Quiso regresar a la costa, ya no era divertido, pero las olas no se lo permitieron. Tragando agua alcanzó a ver a Berenice en la costa, ella se alejaba del agua yendo hacia la selva.
La bebé quiso llorar, una ola la hundió por completo. Las corrientes la llevaron de un lado a otro, sin sentido giraba debajo de la superficie. Estaba angustiada, asustada, confundida.
De pronto apareció una flor a unos cuantos metros de distancia, era una de las flores que Berenice cargaba en el principio. La bebé se calmó y nadó como diestro buzo hacia la flor, la alcanzó y la tomó.
Con la flor en la mano, logró salir a la superficie y nadó, nadó hasta la costa, Berenice se había ido, estaba ella, sola, con su flor en la mano.
Se sentó sobre la arena mojada y miró sonriendo el inmenso océano.
Yo no volví nunca más a la habitación.